En una situación normal los acuerdos de paz con Emiratos Árabes Unidos y Bahrein deberían servirle al primer ministro Netanyahu para afrontar lo que viene: la rotación del cargo con Gantz, el proceso judicial que afrontará desde enero y el fallo del Tribunal Superior que determinará si puede ejercer su función mientras haya causas pendientes.
Pero no es el caso. Los históricos acontecimientos de esta semana no lograron desviar las discusiones sobre el fracaso del primer ministro en la administración de la crisis del coronavirus, ni mejoran el humor de una sociedad deprimida por el cierre general en vísperas de Rosh Hashaná.
El acto en la Casa Blanca tampoco sirvió para enderezar la confianza interna de la coalición de gobierno. El martes pasado Ynet le preguntó a Benny Gantz, presidente de Kajol Labán, si se estaba preparando para unas posibles elecciones. Cargado de eufemismo, su respuesta fue que una convocatoria a elecciones serían una mala noticia para Israel, pero que como líder político siempre debe estar listo para una campaña electoral.
Gantz entiende que los partidos ultraortodoxos de la coalición no dan garantías y el gobierno, sin el apoyo de esos parlamentarios, se puede desintegrar en cualquier momento. Netanyahu ya lo sabía desde antes. Y por eso el acuerdo entre Gantz y Netanyahu, que establece una rotación en el cargo de primer ministro a fines del año que viene, sigue tambaleando.
Funcionarios políticos estiman como un escenario realista una disolución de la Knesset en diciembre y unas nuevas elecciones en marzo, y que podría ocurrir inclusive antes ya que las cuestiones judiciales están llegando al punto máximo de lo tolerable. Por eso se empieza a creer posible que Netanyahu impulse un trabajo conjunto con el partido opositor Yesh Atid, también interesado en disolver el parlamento, para volver a las urnas y no tener que retirarse de la residencia del Primer Ministro.
Entre diversas lagunas señaladas en el acuerdo de coalición entre Likud y Kajol Labán, la más relevante es que habilita una disolución de la Knesset con una mayoría de 70 votos. ¿Y qué oposición votaría en contra de eso? Pero solo hay un problema que puede perturbar estas intenciones electorales de Netanyahu: el coronavirus es el mayor obstáculo de su gestión.
El mandatario se siente cómodo con sus narrativas sobre Washington, las intenciones de anexión y sus causas judiciales. Pero el COVID-19 es lo único sobre lo que no tiene control y amenaza a su base de votantes de la derecha. Porque, a diferencia de otras crisis que afrontó, el coronavirus no diferencia entre izquierda y derecha, sino que se trata de heladeras vacías, desempleo, comercios afectados y hospitales debilitados.
La moderada celebración de los históricos acuerdos de paz, inclusive entre sus simpatizantes, demuestra que el coronavirus preocupa a los israelíes más que ninguna otra cosa. No es una exageración mediática, sino una triste realidad. ¿Qué le importa Bahrein o los Emiratos a una persona que no sabe cómo alimentará a sus hijos el mes que viene?
Netanyahu también lo entiende y por eso desde su entorno esperan que el cierre general de las próximas tres semanas aminore las monstruosas cifras de contagios y le permitan reanudar su agenda política. Por eso el resultado de estas medidas de salud será decisivo para la cuestión electoral: a medida que disminuyen los infectados con COVID-19, aumentarán las posibilidades de una nueva elección.