Yo era un joven rabino en un kibutz religioso donde teníamos un seminario para conversiones al judaísmo.
Docenas de familias jóvenes y personas solteras venían cada año para comenzar su nueva vida como judíos.
Un viernes por la noche, cuando el curso de conversión estaba llegando a su fin, mi familia extendida y yo nos sentamos con los estudiantes de conversión alrededor de una larga mesa en el comedor comunitario.
No fui criado en un hogar observador. Éramos tradicionales, pero en mi juventud, mi hermana y yo no conocíamos la ley judía (Halajá) ni los mandamientos de la fe.
En algún momento durante la noche, uno de los estudiantes que pronto se convertiría me pidió que evaluara al grupo en sus estudios. Se estaban preparando para sus exámenes finales y su excitación y nervios eran evidente.
Les hice algunas preguntas sobre las leyes dietéticas, el Shabat y las contribuciones caritativas. Mi hermana, que creció en el sistema educativo israelí y era oficial del ejército, parecía aturdida. Ella no sabía la respuesta a ninguna de las preguntas.
He tenido la suerte de conocer a muchas personas que se habían convertido al judaísmo, conduje los matrimonios de sus hijos y conocía bien a sus nietos.
He encontrado a muchos soldados que servían en las Fuerzas de Defensa de Israel que habían asumido el complicado y desalentador proceso de conversión, el cuál fortaleció su identidad judía y nacional y su fe.
¿Algunos se rindieron a mitad de camino? ¿Ahora algunos llevan una vida secular desprovista de religión? Claro, como en cualquier otra comunidad.
La conversión es difícil. Demasiado. Una persona decide cortar sus raíces, sacudir su vida, desarraigarla y transportarse a una tierra desconocida. Casi siempre es necesario que comience una nueva vida, cambiando sus relaciones con los padres que los trajeron al mundo.
La conversión sigue los pasos del patriarca bíblico Abraham. Exige una adhesión sincera a las palabras de Dios: "Sal de tu país y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré" (Génesis, 12: 1).
Hemos tenido la suerte de regresar a nuestra tierra ancestral, hacer florecer su desierto, hacer crecer su economía y verla transformada en una superpotencia virtual.
No debemos rechazar a quienes vienen a nuestras puertas y desean convertirse a nuestra fe. No debemos tratarlos con sospecha, cuestionar sus motivos o hacer de sus vidas una miseria.
El proceso de conversión es un desafío que requiere introspección. Impone demandas increíbles a todos los que desean unirse al pueblo judío, y no debemos agravar estos desafíos añadiéndoles humillación.
La conversión no debe realizarse a través de posiciones demasiado estrictas que eclipsen nuestra bienvenida a los nuevos miembros de nuestra fe.
No podemos imponerles cargas que ignoren las necesidades, sueños y deseos humanos.
La conversión es un proceso de aprendizaje profundo que recompensa a todos los que lo toman como la clave para una nueva vida.
Los líderes espirituales, la comunidad y los rabinos de la ciudad deben presentar una posición moderada que no sea alienante. Deben expresar su respeto por aquellos que desean convertirse.
En palabras del rabino Hillel: "Lo que es despreciable para ti, no le hagas a tu prójimo, esta es toda la Torá, y el resto es un comentario, ve y aprende".
* Shai Piron es rabino, educador y político. Sirvió como miembro de la Knesset para Yesh Atid entre 2013 y 2015, y como ministro de Educación entre 2013 y 2014