Si el 5 de noviembre de 1995, un día después del asesinato de Isaac Rabin, alguien hubiera preguntado dónde estarían dentro de 30 años Benjamín Netanyahu, Itamar Ben Gvir y la familia Rabin, difícilmente alguien habría acertado. ¿Quién habría imaginado que Netanyahu —el hombre que se paró en el balcón de la plaza Sion, que días antes del asesinato participó en una manifestación de derecha en Raanana contra los Acuerdos de Oslo, encabezando una marcha en la que activistas llevaban un ataúd con la inscripción “Rabin enterró el sionismo”— sería primer ministro?
¿Que Itamar Ben Gvir —quien robó el emblema del auto de Rabin y se jactó diciendo “así como llegamos al emblema, llegaremos también a Rabin”— sería ministro de Seguridad Nacional?
¿Que la familia Rabin desaparecería del espacio público y se sentiría atacada y traicionada?
Fue triste ver el viernes la entrevista que Yuval Rabin concedió a Netanel Samrik en “Ulpan Shishi”. Triste, porque el hijo de un primer ministro asesinado vive hoy en soledad en una aldea remota de Europa, con dos grandes perros de caza, consciente de cómo lo tratarían aquí, en las calles de Israel. Tanto él como su hermana Dalia y los nietos que viven en el país prefieren mantenerse bajo el radar. No quieren oír las acusaciones insolentes que les lanzan, culpando a su padre por la masacre del 7 de octubre, porque “todo comenzó en Oslo”, mientras que quienes realmente son responsables —en muchos sentidos también del asesinato de su padre— siguen incitando, dividiendo y polarizando.
Fue duro escuchar a Yuval Rabin, en su primera aparición pública en muchos años, decir que “nuestro país se comporta como un burdel”. Hoy Yuval tiene una edad cercana a la que tenía su padre cuando fue asesinado. No lo conozco. Rara vez ha dado entrevistas, menos aún ha participado en eventos. Pero es imposible no notar el parecido con su padre: en la voz, en los gestos, en la timidez. Verlo es extrañar. A su padre. A la Israel que fue.
¿Qué nos pasó desde entonces, que el Acuerdo de Oslo se convirtió en una mala palabra y en la fuente de todos los males actuales? ¿Cómo los canales de veneno y los voceros de Netanyahu lograron convertir Oslo en el rostro de todo, a pesar de que fue un evento de hace 30 años, y que desde entonces —si Netanyahu hubiera querido— podría haberlo anulado? No lo hizo porque no quiso. Y hoy, los planes que presenta Trump, incluida la “visión del siglo” y su propuesta actual para Medio Oriente, se basan en ese mismo acuerdo.
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Isaac Rabin, Yasser Arafat y Bill Clinton durante la firma de los Acuerdos de Oslo.
(AFP)
Siempre que recuerdo a Rabin, me viene a la mente una historia. Pasaron tantas cosas, tantos eventos ocurrieron, se dijeron, se hicieron. Todos con el propósito de preservar, recordar, añorar. Y sin embargo, esta pequeña historia siempre vuelve a mí:
Fue antes de las primarias para liderar el Partido Laborista en febrero de 1992, las primeras en Israel en las que se eligió al presidente del partido mediante votación interna amplia. Acompañé entonces a cada uno de los dos candidatos, Peres y Rabin. Un día entero viajé con ellos en sus autos a todos lados. Una semana con Peres, otra con Rabin. Entre medio, conversamos. Les hice casi las mismas preguntas, pero una —o mejor dicho, una respuesta— quedó grabada en mi memoria.
Pregunté: ¿cuándo lloraste por última vez? Una pregunta que luego se volvió popular, pero que en ese momento sorprendía y avergonzaba a los entrevistados. Peres respondió como Peres: pensó un poco y dijo que fue durante el “ejercicio apestoso”, cuando intentó formar un gobierno estrecho con apoyo de partidos ultraortodoxos, pero éstos se retractaron y fracasó en su intento. Peres lloró, según me contó, al descubrir que el diputado Verdiger de Agudat Israel, considerado partidario de su iniciativa, cambió de postura en el último momento, y Peres entendió que lo habían traicionado.
Cuando le pregunté a Rabin cuándo lloró por última vez, guardó silencio, se sonrojó, giró la cabeza con ese gesto tan familiar de vergüenza, y finalmente dijo: “cuando murió mi madre”.
Cuatro palabras.
Eso fue todo. Cuatro palabras. No hacía falta agregar más. Tenía 15 años. Esa fue la última vez —quizás la única— que Rabin lloró.
No sé explicar qué me conmovió tanto. ¿Fue ese instante humano de alguien que rara vez expresaba emociones, la sinceridad que emanaba de esas palabras? ¿O tal vez esa respuesta simple, en contraste con la de Peres, que como siempre en él, giraba en torno al mundo político y sus intereses?
“Nunca estuve protegido… ni una sola vez… jamás, ni por un segundo, pasó por la mente de mi padre la idea de que debía preocuparse más por sus hijos y nietos que por los tuyos”, dijo Yuval Rabin al entrevistador. “Mi padre decía que para él ser primer ministro era una oportunidad para hacer cosas, no una obsesión por quedarse en el cargo. Netanyahu no hace pis sin pensar cómo afecta a la opinión pública. Lo mueve únicamente su supervivencia personal”.
No hay forma de comparar lo que éramos entonces con lo que somos hoy. Simplemente no hay por dónde empezar. Comparar a Rabin con el liderazgo actual —no hay punto de apoyo. Nada que siquiera se le parezca. Ni en el país que fuimos, y mucho menos en la dirigencia. Y especialmente en estos días, es imposible no extrañar a un líder que pensaba primero en el país y solo después en sí mismo y en su familia.







