Es seguro asumir que, a pesar de las objeciones de los legisladores progresistas del Partido Demócrata, eventualmente Israel recibirá los 1.000 millones de dólares en ayuda estadounidense para reponer su sistema de defensa antimisiles, la Cúpula de Hierro, desabastecido tras la última ronda de enfrentamientos de mayo ante Hamás en la Franja de Gaza.
Sin embargo, aquellos que descartan o minimizan el freno que puso la Cámara de Representantes como una intervención de "demócratas radicales que muestran sus músculos", están ignorando el panorama general.
Sucede que, al forjar vínculos estrechos con el ex jefe de Estado Donald Trump, Benjamín Netanyahu ha causado un daño severo a las relaciones de Israel con los demócratas, en el contexto de un sistema político norteamericano que se ahoga en una polarización tóxica.
El Estado judío se ha jactado durante años de disfrutar de un apoyo bipartidista de Estados Unidos, pero durante la última década esta realidad comenzó a alterarse. Y se debe principalmente a que Netanyahu se empeñó en forjar lazos amistosos con el ala más radical del Partido Republicano.
Si bien algunos señalan su discurso ante el Capitolio en 2015 sobre el acuerdo nuclear iraní como el punto de ruptura, aquel fue solo un eslabón más en una cadena de eventos: su cena con el entonces candidato presidencial republicano Mitt Romney en 2012 (cuando se postuló contra Barack Obama) y sus profundos lazos con su patrón, el empresario estadounidense Sheldon Adelson, uno de los principales donantes financieros de los competidores republicanos de Obama en sus dos campañas electorales, también profundizaron la sangría.
El discurso de 2015 fue percibido como una intervención inaceptable por parte de un jefe de Estado que disfruta de una asistencia financiera regular que excede la ayuda que Estados Unidos transfiere a muchos otros países del mundo. De este modo, Netanyahu infligió un gran daño a las relaciones de Israel con el Partido Demócrata, y no menos a los judíos estadounidenses, la mayoría de los cuales apoya al partido.
No obstante, el problema no surgió solo de la actitud de Netanyahu o de los supuestos sentimientos antiisraelíes de los legisladores progresistas. Antes de las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos, una conocida organización judía me pidió que mantuviera una reunión de Zoom con cientos de representantes demócratas, entre ellos miembros del ala centrista del partido.
La cuestión de la anexión de territorios por parte de Israel en Cisjordania, principalmente en el Valle del Jordán, estaba en boca de todos, y hubo un animado debate entre los demócratas sobre si la plataforma del partido debería usarse para hablar sobre la anexión y la ayuda financiera que recibe Jerusalem por parte de la Casa Blanca. La anexión no ocurrió ni tampoco el desguace de fondos a Israel, pero es un ejemplo de un problema mucho más amplio, que no cambia incluso cuando el actual primer ministro, Naftali Bennett, es recibido con fanfarrias en Washington.
En muchos círculos demócratas, que incluyen a judíos estadounidenses y especialmente a su generación más joven, Israel ha perdido hace mucho tiempo la imagen de una nación pequeña y valiente rodeada por enemigos poderosos que quieren aniquilar la única democracia en Medio Oriente.
Ahora, a sus ojos, Israel es el único país occidental que tiene a una nación entera bajo ocupación, y lo hace mientras se alimenta con casi 4.000 millones de dólares que provienen de los contribuyentes estadounidenses. Para estos grupos demócratas, la brecha entre el movimiento "Black Lives Matter" y "Palestinian Lives Matter" es mucho más estrecha de lo que estamos dispuestos a admitir.
La administración del presidente estadounidense Joe Biden no tiene interés en inmiscuirse en los asuntos de Medio Oriente, como demostró su discurso ante la Asamblea General de la ONU a principios de esta semana. Pero Bennett necesita entender que no alcanza con haber corrido a Netanyahu del poder para corregir las relaciones con los demócratas.
En cuanto a la ayuda de los Estados Unidos, algún día tendremos que debatir por qué un país con un PIB anual de un billón y medio de shekels y un presupuesto militar de más de 80 mil millones de shekels todavía necesita pedir dinero a los países del otro lado del océano.