Érase una vez, los israelíes solían decir que empezaban el día, incluso antes de lavarse la cara y todo eso, comprobando el nivel del agua del Mar de Galilea, si subía o bajaba media pulgada.
Puede que lo dijeran por preocupación, o puede que lo dijeran para presumir de lo grande que es su amor por el país. No conozco a muchos que lo sigan diciendo. Igual que no conozco a muchos que sigan hablando del anhelo de paz.
Hoy en día, cada vez más israelíes recurren a los extremos para expresar su amor por el país. Demuestra cuánto odias a los traidores y qué les harás a tus enemigos. En este caso, como en el índice del Mar de Galilea, no se suele aportar nada nuevo, sino simplemente seguir a los líderes.
Este pasado fin de semana, en el que siete israelíes fueron asesinados y varios más resultaron heridos en dos trágicos y sangrientos atentados terroristas en Jerusalem, dio lugar a algunas declaraciones radicales, algunas de ellas inverosímiles.
El ministro de Asuntos de la Diáspora, Amichai Chikli, calificó a la Autoridad Palestina de "entidad nazi". El miembro de la Knesset de Otzma Yehudit, Almog Cohen, dijo que las madres de los terroristas debían ser deportadas a Siria en autobuses. Mientras que Zvika Fogel, miembro de su partido, comentó que era hora de volverse simio. Todos lo dijeron con cara seria.
Sin embargo, perro que ladra no muerde. Al contrario, en el clima de 2023, donde el patriotismo de uno se mide por lo descabelladas que sean sus declaraciones, estas bravatas sólo parecen elevar su perfil. Así que gritan y vociferan. Quién sabe, tal vez un día seamos como Itamar Ben-Gvir y seamos vistos como salvadores.
Y sin embargo, la oleada terrorista en Jerusalem, la peor que hemos visto en más de una década, ha acentuado algunas cosas que parecemos haber olvidado con los años: Derecha, izquierda, centro, arriba, abajo, al sesgo, lo que sea. Aunque nos comportemos como dos pueblos separados, al fin y al cabo no somos tan diferentes. Y cuando se trata de cuestiones de seguridad, la historia nos ha demostrado que las diferencias son aún menores.
Podemos señalar con el dedo a la Corte Suprema o al fiscal general, hablar mal de personalidades de los medios de comunicación en escenas de catástrofe o insultar a dirigentes que expresan opiniones moderadas. Podemos unirnos y dejarnos llevar por los polarizadores y los agitadores.
Pero al final, no importa quién esté al timón de Israel, siempre habrá terror, guerras y operaciones militares. Israel siempre tendrá enemigos, esto es Medio Oriente, estas son nuestras vidas y estos son nuestros vecinos. Y cada vez son más radicales.
Y muchos de nosotros -debido a los procesos políticos y sociales, cuando palabras como "traidores", "partidarios del terror" y "enemigos" se han convertido en elementos básicos de nuestro discurso público- también nos estamos radicalizando, queriendo demostrar nuestra lealtad.
Claro, puedes creer en lo que quieras o en quien quieras, así es la democracia, pero es importante recordar que nadie tiene soluciones mágicas. Ni la izquierda ni la derecha. Ni dos o tres ex jefes de Estado Mayor de las FDI garantizan la seguridad.
Incluso cuando Ben-Gvir grita que pondrá orden, no significa que esto vaya a suceder realmente. Corear "muerte a los terroristas" puede bastar para momentos de frustración y deseo de venganza, pero el día en que esto se convierta en ley, quizá nos demos cuenta de que no cambia mucho el panorama general.
Una cosa es cierta: subir el volumen al 11 y gritar lo más fuerte posible no es probablemente una medida viable para una tierra que lleva 75 años en guerra, y tampoco demuestra necesariamente amor por el país.
Así pues, el ministro Ben-Gvir, que llevaba años acudiendo a los escenarios de atentados terroristas y alborotando a la chusma, tendrá ahora que cumplir sus palabras y promesas. Las expectativas puestas en él son altas, ya que ahora es quien lleva la voz cantante.
Nuestra tierra también tendrá que acostumbrarse a que más de sus habitantes muestren su amor de forma un poco diferente. Desahogándose con amenazas y aplastando a los moderados.
Al final, resulta que nuestros niveles de agua potable son menos un indicador del amor y el propio Mar de Galilea ya no es la cara del país.
Si acaso, entonces es el Mar Muerto. El que se ha ido encogiendo por intereses económicos y de otro tipo, dejando a su paso socavones de seguridad, políticos, sociales y económicos. Y nosotros, milagrosamente, de alguna manera nos mantenemos a flote y gritamos.