No conozco a Angela, la madre de Artem Dolgopyat, el gimnasta israelí que ganó una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Pero seguramente, cuando el domingo declaró que su hijo para casarse debe irse del país, no imaginó que iba a ocupar los títulos de muchos diarios.
Dolgopyat, como cientos de miles de israelíes, no deberían someterse a evaluaciones del rabinato para ejercer un derecho fundamental. Israel es la única democracia liberal del mundo que no acepta los matrimonios y divorcios civiles. Aunque existe un consenso israelí: según el Instituto de Democracia de Israel, el 65% de los votantes israelíes apoyan una ley de matrimonio civil.
“¿Cómo te sientes?”, le preguntó el primer ministro Naftalí Bennett a Dolgopyat, en una conversación grabada después de su triunfo olímpico. Me pregunté qué hubiera pasado si la respuesta hubiera sido contestarle a Bennett lo mismo que su madre declaró horas antes. “Señor, nada me hace más feliz que representar a Israel y obtener logros, y nada es más triste que saber que el país me discrimina a mí y a cientos de miles de ciudadanos”, imaginé que decía el gimnasta.
Israel es la única democracia liberal del mundo que no acepta los matrimonios y divorcios civiles. Aunque existe un consenso israelí: según el Instituto de Democracia de Israel, el 65% de los votantes israelíes apoyan una ley de matrimonio civil.
La historia de Dolgopyat no es única, pero ganó repercusión en los medios y está bien que ocurra. La demanda de una vía civil para el casamiento siempre existió. El reclamo ganó impulso en las últimas décadas, en parte debido a la inmigración de judíos de la ex Unión Soviética, familias que a menudo mantienen una identidad judía secular y que no ven al monopolio rabínico como una institución que refleje a su judaísmo.
Hay aproximadamente 350 mil personas sin derecho a casarse en Israel. El Estado se niega a reconocerlos y ellos se ven obligados a buscar soluciones creativas para celebrar bodas fuera del país. Otros dependen de la buena voluntad del rabinato y están forzados a someterse a investigaciones para demostrar que son lo suficientemente judíos para casarse. No solamente es injusto, sino que también es humillante.
Yo también soy una israelí a quien se le negó el casamiento. Yo también, como Angela Dolgopyat, me siento traicionada como un herido al que dejan en el campo de batalla. Vivo aquí pero me temo que no podré asistir al casamiento de mis hijos en mi país. Vivirán una vida israelí tradicional, irán a movimientos juveniles y festejarán el Día de la Independencia. Cuando quieran casarse y reciban una negativa, ¿cómo se sentirán? ¿Seguirán estando orgullosos de Israel y queriendo formar sus familias aquí?
El gobierno debe involucrarse, poner fin a esta injusticia y permitir que todos los israelíes se casen en el país sin tener que someterse a averiguaciones humillantes o suplicarle a un rabino.
*Katia Kupchik integra el movimiento “Israel Libre”, que defiende la lucha por el matrimonio civil y celebrar casamientos por fuera del rabinato.