Roni Ofek junto a su beba.

Cinco años después de la muerte de su hijo, y a la edad de 49 años, Roni tuvo una niña

Bar murió en un accidente de moto cuando Roni, su madre, tenía 44 años. Cinco años después, quedó embarazada sin programarlo y pese a tener todas las probabilidades en su contra, hace pocos días dio a luz a su hija: “Es un regalo que nos hizo Bar a todos”.

Ariela Ayalón - Adaptado por Michelle Dreifus |
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La historia de Roni Ofek en los últimos años pudo haberla escrito un guionista especialmente creativo, con una cabeza salvaje y sin límites. Una historia que lleva el nombre de “la vida misma”. La vida que la hundió en un profundo abismo tras la muerte de su hijo mayor, Bar, y que, al cabo de cinco años, la hizo volar muy alto con el nacimiento de su hija, después de un embarazo no programado y no habitual a su edad: 49 años.
“Es tan excepcional que una mujer de esa edad quede embarazada sin programarlo, y curse un embarazo completamente normal, que termine con una madre y una hija completamente sanas, que ni siquiera hay una estadística acerca de este milagro”, expresó la doctora Iaska Landsberg, una destacada médica del Departamento de Maternidad y Embrión (embarazo con riesgo) en el hospital de mujeres y parturientas del Centro Médico Ijilov de Tel Aviv.
“No puede ser de otra manera. Porque toda mi vida, desde el momento en el que murió Bar, sentiré añoranza. Y en todos los momentos de alegría que aún me esperan, habrá siempre añoranza y tristeza. Pero esta pequeña me llena de vida da a mí, y a todos nosotros. Ella me hará volver a sonreír, y llenará los corazones destrozados de todos nosotros con una gran alegría”.
Ofek es maestra de jardín de infantes de la localidad de Mijmoret, está casada en segundas nupcias y es madre de dos hijos: Tomer, de 21 años, y Amit, de 9. “El difunto Bar Z’’L y Tomer son mis hijos de mi primer matrimonio, que terminó cuando tuve la sensación de que se había agotado, y yo no sentía deseos ni alegría”, cuenta con su habitual franqueza. “No tuve miedo de dar ese paso drástico, realmente no lo tuve, porque ésa era mi verdad. Pero al mismo tiempo sabía que iba a hacer todo lo posible por tener una nueva familia. Porque nací en el seno de una familia cálida, en la que había mucha cercanía y apoyo, y todos seguimos viviendo en el mismo barrio de Mijmoret”.
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Roni Ofek
Roni Ofek
Roni Ofek junto a su beba.
(Jenny Yerushalmi)
Como un animal herido
De su segundo matrimonio nacieron Amit y la nueva bebé, que aún no tiene nombre. “Mi hijo Bar era un soldado, y volvía a casa en su moto. En la entrada a Mijmoret, al pasar encima de las pequeñas elevaciones que hay en el asfalto para que los conductores disminuyan la velocidad, el casco se movió y le tapó la visión. Como consecuencia, perdió el control de la moto y se estrelló”.
Ese mediodía, Ofek estaba en el jardín de infantes en el que trabaja, y tenía a uno de los niños en brazos, cuando de repente apareció su hermana, pálida y agitada. “Le pregunté qué le pasaba. ¿Qué pasó? A ella le costó pronunciar una sola palabra, y con dificultad susurró: ‘No me preguntes; vengo del centro comercial, y acabo de ver un horrible accidente de moto’. Enseguida le pregunté si se trataba de Bar, y ella lo negó por completo”.
De todos modos, Ofek le pasó el niño que tenía en brazos a una de sus ayudantes, y llamó al celular de su hijo. “Llamé una y otra vez, y no hubo respuesta. En un segundo me bajaron todas las fichas; fue como si me hubieran inundado la cabeza. Y dado que el jardín de infantes está muy cerca del lugar del accidente, me subí al coche y en dos minutos estuve allí; llegué incluso antes que la ambulancia y que la policía”.
Ofek lo encontró tirado en el suelo. “Un maestro que había tenido pasó por el lugar, y trató de reanimarlo, pero era demasiado tarde. Desde mis entrañas supe que esos eran los últimos respiros de mi hijo, y en un amargo segundo me di cuenta de la realidad más cruel: yo soy la madre que sintió los primeros respiros de su vida al nacer, y en ese momento era testigo de su último aliento. Fue un infierno. Entretanto, llegó la ambulancia, y de lo que me di cuenta después de volver a mis cabales, fue que no había nada que hacer porque se había quebrado la cerviz”.
Roni recuerda los momentos que siguieron a la primera conmoción: “Grité como un animal herido, y lo único que quería era que me dejaran en paz. Miembros de la familia se me acercaron para consolarme y darme un abrazo, pero los rechacé a todos. Yo estaba allí de pié, cuando en un maldito segundo se me vino el mundo abajo. Y llamé a mi esposo. No podía formar una frase entera y con cierta lógica; lo único que hice fue lanzar palabras: Bar, sangre, accidente”.
No recuerda el camino de regreso a su casa. Tampoco el entierro, en el que hubo cientos de personas. Sólo le quedó una imagen grabada para siempre, cuando se recostó gritando sobre la tumba y se negaba a levantarse. “Puesto que cuando murió estaba haciendo el servicio militar y era un soldado, el Ministerio de Defensa y el Ejército se ocuparon de todo, incluso de transmitirle la noticia al padre de Bar, que vive en Costa Rica. Como es habitual en la semana de duelo, también la nuestra fue reconfortante y estuvo llena de compasión, pero un día después de que terminara no quise abandonar mi sufrimiento por esa desgracia. Quería dejar de existir. Iba todas las semanas al cementerio militar de nuestra localidad, en la que había dos militares muertos: mi hijo Bar y el teniente coronel Iosi Korkin, un combatiente del Comando Naval. Pero me acordé que tengo hijos y un esposo; una familia. Por eso, dos semanas después de la muerte de Bar volví a la guardería. Hice bien porque los niños me llenaban las baterías, que se habían vaciado y estaban en cero”.
El camino de la recuperación le llevó dos años, con altibajos. “La añoranza me volvía loca; era una batalla diaria, en la que tenía que concentrarme en lo que tenía. Pero la comida no me bajaba por la garganta, y cuando bajaba no tenía sabor”.
Como con algodones
Pero la vida tenía otros planes sorprendentes: “El día que Bar habría cumplido años, un año después de su muerte, descubrí que estaba embarazada, lo que me conmocionó y nos sorprendió a todos. Porque ¿quién iba a pensar que yo podría tener un hijo? Tampoco mi cuerpo, que estaba muy delgado, marchito y sin energía. Un día le dije a mi esposo que sentía la necesidad de tener un hijo, pero decidimos que no íbamos a entrar en la fábrica de fertilidad. Si venía, bien, y si no también. No haríamos ningún esfuerzo, después de todo, yo ya era mayor”.
Entonces, hace menos de un año, a los 48 años de edad y sin planificarlo, quedó embarazada. “Cuando se atrasó el período, lo que no me solía suceder, le pedí a mi esposo que comprara en la farmacia un ‘test’ para hacerme una prueba de embarazo. ‘¿Qué test?’, dijo riéndose de mí, dentro de poco serás abuela”.
Pero para su sorpresa, en el “test” aparecieron dos franjas rojas. “Grité, pero esta vez de felicidad. Volví a hacerme la prueba, que confirmó que estaba embarazada, que yo estaba viva”.
La doctora Iaska Landsberg acompañó a Ofek desde el comienzo del embarazo. “Roni vino a mi consultorio alrededor de la octava semana para hacerse un examen de pulso, y me contó su historia”, recuerda la doctora. “Después de llorar juntas y de alegrarnos por el milagro de ese embarazo, sentí que el universo le había hecho un regalo, y por intuición profesional supe desde el primer momento que se trataba de un embarazo perfectamente normal. Pese a que no era una posibilidad real, que estaba contra todas las probabilidades, la cuidé como si estuviera entre algodones, y me alegré tanto cuando vi que todo estaba perfecto, como si ella tuviera 25 años. Fue realmente un milagro que ese embarazo fuera tan absolutamente normal, sin las intoxicaciones típicas a esa edad, ni dolores de parto antes de tiempo, sin malformaciones en el feto… Un embarazo perfecto y milagroso en el que la naturaleza lo hizo todo, y yo sólo la cuidaba y le daba confianza”.
Días atrás, Mijael Shinhav, director del Departamento de Maternidad del Hospital Ijilov, le hizo una cesárea a Ofek, y sacó de su vientre una bebé sana y con un peso correcto. “Durante el parto, mi esposo sostenía en la mano la foto de Bar”, cuenta Roni. “Y todo el tiempo sentí que la bebé era un regalo de él a su madre, a sus hermanos, a su abuelo y abuela, a todos nosotros”.
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