Lo que hizo la primera entrega de la película Frozen en el plano personal, lo hace la segunda en el político. La primera entrega de la película plantea la pregunta acerca de qué hacer cuando los marcos y los códigos exteriores no contienen mis fuerzas y poderes interiores. Acompañamos a Elsa en el proceso que atraviesa desde la represión, el rechazo y el ocultamiento, hasta la explosión volcánica sin límites y destructiva que termina cuando encuentra el camino del medio entre el amor y el odio, entre el frío y el calor, entre la precaución y el miedo.
Tres años después, en la segunda entrega de la película, Elsa ya ha encontrado su equilibrio interior. El dominio que tiene sobre sus fuerzas y poderes es casi perfecto. Y en general, vive bien aunque no hay ninguna alusión a la vida en pareja (lo que no va a cambiar a lo largo de la segunda película, pero no parece que eso la moleste mucho). En general, la vida en pareja -y en particular cuando está institucionalizada- es una lata en las películas Frozen.
La prueba a la que se enfrenta Elsa en la segunda entrega de la película se refiere a su capacidad de afrontar las voces que vienen de fuera. La canción principal de la película, ‘Hacia lo desconocido’, describe el dilema entre escuchar las extrañas voces que oye Elsa y dejar que cuestionen una vez más todo lo que se ha construido aquí con mucho esfuerzo, o quedarse en el lugar cálido y seguro que es dentro del palacio.
Y al igual que en la entrega anterior, Frozen 2 establece que silenciar las cosas no es una posibilidad, y en lugar de hacerlo hacia su interior, Elsa se dirige esta vez a lo que hay fuera de ella, a las voces que resuenan acerca de cuestiones no solucionadas del pasado lejano.
Hay algo adictivo en descubrir la verdad
En este punto, la película comienza a ser política (y este artículo comienza a “destripar” una gran parte del contenido de la película, de modo que tengan cuidado), y Elsa, descendiente del linaje del conquistadores blancos, descubre las injusticias que les hicieron sus antepasados a las tribus nativas.
Su madre le advirtió que no profundizara demasiado en el río de la verdad para que no se ahogara, pero hay algo adictivo en descubrir la verdad. No es algo que se pueda interrumpir en el medio. Elsa descubre más y más capas de esa profunda injusticia, hasta que ésta la paraliza y la congela. Porque hay una verdad con la que ya no se puede vivir.
Y cuando Elsa queda paralizada, entra en acción Ana y aplica las palabras del troll sabio, la figura omnisciente de Dumbledore y de Gandalf del comienzo de la película: “No hay futuro para el reino de Arendelle, a menos que salga a luz la antigua verdad y se repare la injusticia histórica”, afirma el troll.
Pero ¿qué hacer cuando no hay futuro? La respuesta del troll es: “Lo que corresponda hacer”. Esta respuesta acompaña a Ana a lo largo de la película, hasta el punto que le dedica su canción en solitario ‘Lo que corresponderá hacer’, que por cierto suena más como parte del musical Los Miserables que una canción de un musical para niños.
Como consecuencia de la canción, Ana decide ir tras la verdad que descubrió Elsa, y destruir el reino de Arendelle hasta sus cimientos. Ana convence a sus compañeros, y juntos destruyen la presa que se construyó en medio de la injusticia, y causan un desastre en el reino (que, por supuesto, se evita milagrosamente a último momento: después de todo, es una película de Disney).
Destruir el mundo hasta los cimientos
De hecho, la pregunta que nos plantea Frozen 2 es ¿cómo se puede vivir en casas que se encuentran sobre las ruinas de campos de caza indios o de aldeas árabes? O: ¿Cómo se puede ser parte de una cultura basada en la esclavización de los negros, en la discriminación a las mujeres y en la explotación de los pobres?
Las respuestas de Ana y de Elsa son que tenemos que estar dispuestos a destruir el antiguo mundo hasta sus cimientos. Crear un diluvio. Cuando no se puede tener una vida normal aquí, es imposible imaginar un futuro sin arrancar de raíz todo rastro de injusticias pasadas. Y no es que haya un plan claro acerca de cómo construir el nuevo mundo, sino simplemente porque eso es lo que habrá que hacer.
En el tradicional debate familiar del final de la película, se lanza el concepto de “regulación de quienes regresan”. Se trata de la ley talmúdica que establece que si una persona robó una viga de madera y la utilizó para construir una casa, no está obligado a echar abajo toda la casa para recuperarla, sino hacer lo que pueda, dentro de los límites de la realidad presente, para indemnizar lo robado.
Según el Midrash, cuando Dios creó el mundo enterró la verdad en lo más profundo de la tierra, y en lugar de ello construyó un mundo basado en la paz. El mundo en el que vivimos no es un mundo en el que reina la verdad absoluta, sino el de un esfuerzo permanente de conciliación y de soluciones de compromiso, del bien común y de la justicia con reparación. Por lo tanto también está permitido modificar la verdad (en otras palabras, mentir) en nombre del bien común y de la paz. Y no, no hay necesidad de silenciar las voces del pasado, pero tampoco centrarse en ellas y dejar que controlen completamente el presente y absorban toda la belleza y el bien que hay en éste.
Elsa es asexual
No es sólo que Elsa no tenga hijos, si no que no tiene ningún deseo de formar una familia. Según rumores insistentes, Elsa es lesbiana. Pero no es cierto. Una lesbiana desea tener vida de pareja, aunque sea entre un hombre y una mujer. Elsa no es lesbiana. Es asexual. El sexo no le interesa en absoluto. Y esto es algo nuevo, y mucho más difícil.
Elsa me da pena. La aventura que tuvo en la entrega anterior de la película la puso en contacto con Ana, su hermana. Y al comienzo de la segunda entrega las vemos durmiendo juntas después de tantos años en que la puerta del dormitorio estuvo cerrada. Pero al final de la segunda entrega, mientras Ana encuentra un hombre, Elsa deambula hacia el bosque, hacia lo conocido. Y sólo va a la casa de Ana y Kristoff a cenar de vez en cuando, bromea un poco con Olaf y regresa al mundo puro, hermoso y frío del bosque. A la vida en armonía con la naturaleza y de una tremenda soledad como ser humano.
Me da pena Elsa, pero ella es así. En el mundo también hay lugar para gente que vive en el límite. Para Ben Azai (un distinguido sabio del primer tercio del siglo II), cuya alma anhelaba el conocimiento de la Torá, fue incapaz de casarse con una mujer. Para el helado Rabi Shimon Bar-Iojai (que vivió entre finales del siglo I y el Siglo II, y a quien se atribuye la autoría del Zóhar, el libro más importante de la Cábala), que congelaba la vida con el frío de la exigencia de la verdad absoluta. O si miramos más cerca en el tiempo, hay un lugar en el mundo para la rigidez helada y exigente de Greta Thunberg. Y tal vez le hiciera bien a Elsa volver al lugar del que vino su madre, salir un poco de la vida urbana que se le impuso, y regresar a nosotros en un futuro más entera, aplacada y reconciliada consigo misma.
Olaf y el Eclesiastés preguntan
Por eso me quiero dirigir precisamente a Ana, que sabe vivir y disfrutar, pero la cegadora verdad de Elsa la engaña. Me quiero dirigir a Ana, y decirle que no es cierto que no tengamos un futuro. Mira por fin a Kristoff a los ojos, en lugar de engancharte con un hombre-muñeco de nieve que cambia de forma todo el tiempo y se dedica toda la vida a plantear preguntas filosóficas que él mismo no entiende.
Míralo a Kristoff a los ojos, y a los ojos de los niños y niñas del reino, y verás que tenemos un futuro. Y más que eso: entenderás que tenemos un presente. Un presente que vale la pena conservar, aunque en el camino hayamos cometido algunos errores, incluso graves.
La pregunta que plantea Olaf al comienzo de la película es la pregunta del Eclesiastés: ¿Qué permanece estable en un mundo en constante cambio? Y la respuesta que él da, justo antes de derretirse, como es tradición en las películas Frozen, es la respuesta esperada: el amor. Pero esa no es toda la respuesta porque también el amor al final se desvanece, si no es por la ausencia del ser amado, es por la ausencia de quien ama. Lo que permanece estable y permanente, aunque no sin cambiar, aquello por lo que de verdad vale la pena darlo todo, es el fruto del amor; o sea, la vida misma.
En el mundo hay lugar para personas extremas, que viven en el límite. Necesitamos su sentido de la totalidad para no hundirnos en una vida cómoda y mediocre, pero no son un modelo para nosotros. El mundo no se salvará gracias a ellos. Cuando el sumo sacerdote entra en el Sancta Sanctórum en Iom Kipur debe estar casado, tiene que estar conectado con la vida real, saber cambiar pañales, reírse de la cara divertida de un niño. De lo contrario saldrá del encuentro con un fuego sagrado que lo consumirá a él y a todo el mundo, como a Nadav y a Avihu (los hijos mayores del bíblico Aarón), que no tuvieron hijos.
Porque es la capacidad de saber que hemos pecado y que seguiremos pecando, y que pese a ello nuestra vida es valiosa. Aunque hayamos pecado, tiene valor para lo que nosotros queremos e intentamos reparar. Y esa capacidad permite la contención y la compasión de Iom Kipur, sin las cuales realmente no tendremos un futuro.