El estallido de la Guerra de Yom Kipur de 1973, hace 47 años, fue la manifestación del fracaso que condujo al desastre.
Son muchas las similitudes que se pueden encontrar entre aquella época y esta crisis del coronavirus en 2020: la arrogancia exhibida por nuestros líderes, su demora en reconocer la inmensa amenaza, los errores que se cometieron y sus lamentables consecuencias.
Aún así, también existen diferencias significativas.
Es cierto que el fracaso del liderazgo político llevó al inicio catastrófico de la Guerra de Yom Kipur, pero solo tres días después el país recobró la razón, ajustó las expectativas, redefinió las misiones y aprendió lecciones sobre la marcha.
A pesar de los errores que se cometieron, el "sistema" demostró ser lo suficientemente sólido como para soportar el impacto inicial, gracias a un ejército fuerte que tenía el conocimiento y la capacidad para conseguir los recursos necesarios. Incluso los políticos encontraron una manera de operar en relativa armonía con los expertos militares.
Volvamos a la actualidad. Ya en enero debería haber sido evidente que se avecinaba un nuevo tipo de crisis nacional.
A diferencia de sus preparativos para la guerra, Israel no tenía un sistema establecido para hacer frente a ese desafío.
Sin embargo, tuvo tiempo. Transcurrieron dos meses entre la constatación de que había comenzado una pandemia y la aparición del primer caso israelí de COVID-19. Esta fue una cantidad de tiempo considerable si nuestros líderes sólo hubieran reconocido la inmensidad de la crisis, pero no lo hicieron.
Se cometieron dos errores importantes por los que seguimos pagando.
El primer error fue no comprender la gravedad de la situación. Aunque es una enfermedad, COVID-19 no presentó un problema médico que pudiera ser resuelto por los profesionales de la medicina, sino una crisis nacional multifacética.
El segundo error, y aún más importante, fue la negativa de los responsables de la toma de decisiones a aceptar que sin un sistema bien planificado, el país no sería capaz de abordar el problema.
Cualquier organización, desde una simple planta industrial de 100 personas, un aeropuerto moderno y hasta una nación bien administrada, se basa en un método de gestión que delega la autoridad hacia abajo y utiliza cientos de gerentes en múltiples niveles, no solo para lograr objetivos operativos, sino también para tomar las decisiones profesionales adecuadas.
Incluso con un genio al frente de nuestras fuerzas armadas, no hubiéramos podido ganar una guerra sin comandantes de pelotones, batallones o unidades que estuvieran familiarizados con sus áreas de responsabilidad y supieran incluso más que el jefe de las FDI cuáles eran las decisiones correctas.
La reciente crítica lanzada contra el gobierno, según la cual no le había otorgado la autoridad adecuada al director de la lucha contra el coronavirus designado no tiene sentido. El profesor Ronni Gamzu es, en el mejor de los casos, un general sin ejército.
También es fundamental comprender que no es responsabilidad exclusiva del gobierno tomar decisiones. Por el contrario, debe poner en marcha un sistema integrado por cientos de personas capaces de decidir los pasos adecuados en su ámbito específico en un momento dado y de acuerdo con una jerarquía clara.
Además, la prueba del éxito no está en la calidad de las decisiones tomadas, sino en la capacidad de llevarlas a cabo, monitorearlas y corregirlas de inmediato si es necesario.
Para que eso suceda, se debe movilizar a un general de coronavirus capaz de implementar la metodología necesaria y desplegar sus "tropas": los hospitales, los municipios, el Comando del Frente Doméstico de las FDI y más.
Los comandantes de esas tropas luego deben presentar al gobierno asuntos que requieran aprobación a nivel político-nacional y no micro-táctico.
Ningún director de la lucha contra el coronavirus o asesor, por talentoso que sea, puede llevar a cabo tal misión solo. Es hora de aprender de nuestros errores.