Se mire como se mire, estamos ante un precipicio. Por un lado, tenemos a la administración Biden, que simpatiza mucho con Israel, hasta el punto que se apresuró a apoyar a Israel poco después de que se produjeran los horribles acontecimientos del 7 de octubre. En ese momento, fue exactamente el tipo de ayuda que necesitábamos, y nos hizo saber que no estábamos solos y que la mayor democracia del mundo nos respaldaba con más que palabras.
Sin embargo, Estados Unidos también está lleno de los principales campus universitarios del mundo donde un número alarmantemente creciente de jóvenes son atacados constantemente con propaganda antisionista y antiisraelí, con una desconcertante simpatía hacia los terroristas.
A la entrada de la Universidad de Columbia, en Nueva York, hay un enorme cartel que dice: "Israel es la nueva Alemania nazi". Dicho esto, aunque las facciones pro-palestinas de Estados Unidos sean las más bulliciosas, no son la mayoría. La mayoría de los estadounidenses sigue apoyando a Israel.
El problema es que muchos israelíes viven en una especie de realidad alternativa, en la que Israel no necesita ayuda exterior para mantenerse en un vecindario geopolítico difícil. Es imperativo recordar que, sin ningún apoyo estadounidense, Israel estaría bajo una amenaza existencial.
Irónicamente, Israel provocó gran parte de este torbellino pro-palestino en las universidades estadounidenses, ya que el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, estuvo haciendo una serie de afirmaciones muy polémicas que sirvieron alarmantemente bien a los críticos de Israel y su ejército.
Todo el que quiere demostrar al mundo que Israel está perdiendo el rumbo, simplemente citan lo que Ben-Gvir diga.
Los desacuerdos entre los gobiernos israelí y estadounidense son un hecho legítimo, y no todas las exigencias deben tomarse automáticamente como si Moisés bajara de la montaña con los diez mandamientos en persona.
Por ejemplo, cuando en Estados Unidos hubo quien exigió una investigación del FBI sobre el asesinato de la periodista palestina Shireen Abu-Akleh, el entonces primer ministro Yair Lapid se mostró resuelto al afirmar que "los soldados no serán interrogados por el FBI ni por ninguna otra entidad extranjera, por amistosa que sea".
No obstante, hay que tener en cuenta que Israel cometió bastantes errores en la forma en que se gestionó desde el ataque terrorista del 7 de octubre, ya que estuvo en constante modo reactivo, en lugar de proactivo.
Un movimiento proactivo por parte de Israel habría significado insistir en un alto el fuego a cambio de la desmilitarización de Gaza. Aunque está claro que Hamás habría rechazado repetidamente esa oferta, eso en sí mismo habría dado una ventaja diplomática y geopolítica al país.
En cambio, Hamás levantó la cabeza y exigió más y más.
En estos momentos, el grupo terrorista no sólo quiere una retirada total y completa de las FDI del enclave, sino que también exige la eliminación total del asedio a Gaza. En otras palabras, Hamás quiere una ruta comercial clara entre ellos e Irán, sin duda planeando un 7 de octubre más severo.
Frente al eje del mal, que tiene su origen en el propio pulpo, la República Islámica de Irán, Estados Unidos ofrece una especie de salvavidas. Merece la pena mencionar que el ataque del 7 de octubre fue diseñado principalmente para poner una arruga en el histórico mega-acuerdo que se estaba formando entre Estados Unidos y Arabia Saudita, que incluía un pacto de normalización.
No se puede exagerar la importancia de dicho acuerdo, ya que incluye ventajas monumentales para Israel, tanto desde el punto de vista de la seguridad como financiero.
Pero nada es gratis. Si Israel quisiera capitalizar y adquirir estas ventajas, tendría que aceptar un enfoque más moderado en lo que se refiere al control de los territorios palestinos, sobre todo Gaza. La reconstrucción del enclave, tras el incesante bombardeo israelí, requeriría cientos de miles de millones de dólares.
Israel no tiene ningún problema con la idea de reconstruir Gaza, pero es reticente a cualquier solución que implique erigir un Estado palestino. Esa idea no era popular antes de la guerra, y se convirtió en un imposible después.
Las afirmaciones del gobierno israelí en contra de la formación de un Estado palestino no sirven más que de escudo bicéfalo.
Netanyahu necesita defenderse de sus socios de coalición más halcones y evitar que abandonen forzando así unas nuevas elecciones. En todo caso, la moderación, que inevitablemente incluiría ralentizar o detener por completo la construcción en Cisjordania, mejoraría su posición internacional, permitiría el tipo de progreso necesario para hacer realidad el mencionado mega-acuerdo con los saudíes que tanto necesita el gobierno de Biden antes de las próximas elecciones de noviembre y, quizás lo más importante, debilitaría tanto a Irán como a Hamás.
Itamar Ben-Gvir puede hacer todas las proclamas que quiera en el Wall Street Journal, pero no son más que relaciones públicas. Sigue siendo una persona non grata en Estados Unidos. Si Israel es Ben-Gvir, todos los demás países harían bien en mantenerse alejados de él.
Tal y como están las cosas, la opinión pública en EE.UU. está formada de tal manera que alrededor de un tercio de todos los estadounidenses piensan que la ayuda militar del país a Israel es demasiado grande.
Si Ben-Gvir persiste en hablar así, esa cifra superará fácilmente el 50%.
Netanyahu está haciendo malabarismos con muchos factores a la vez, y necesita jugar a largo plazo, en el que tiene que decidir si prefiere renunciar a Ben-Gvir o a Estados Unidos.
Por el momento, parece que lucha por tomar la decisión correcta.