Buenos Aires, 18 de julio de 1994. La ciudad de la furia fue real tras un plan siniestro, un coche bomba y un atentado transnacional. El eco de la impunidad retumba en la calle Pasteur 633. Un lunes de frío invernal presenció el colapso del edificio. El estruendo, la visión nublada, el aire terrorífico y un andar aturdido son los recuerdos de un sobreviviente. La herida sigue abierta más allá de lo judicial, los fallecidos y las víctimas. La Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) al servicio de la gente fue atacada por el fundamentalismo antisemita. Un plan organizado desde lo remoto en Teherán y un explosivo importado con el afán, pasado y vigente, de extender la guerra y el odio por todo el mundo.
Un crimen de lesa humanidad con participación internacional en suelo trasandino con representantes de Irán y su brazo armado: Hezbolá. Las pruebas son irrefutables, pero la justicia ha tardado y no es sensato que tropecemos con la misma piedra. La amenaza fundamentalista sigue latente y el antisemitismo global es real. La revisión del pasado y las tragedias son una obligación moral. La “recordación de las víctimas” es un mandato que se renueva año a año. Reflexionar sobre el atentado a la AMIA es necesario para “avanzar con más fuerza hacia el futuro donde el odio no tenga cabida”. Ignorar o minimizar el antisemitismo es peligroso. “La indiferencia es el mejor aliado del mal”. No hacer nada nos convierte en cómplices. Sin una “brújula moral” no hay futuro democrático, plural ni libre.
Los hostigamientos sobre las comunidades judías van en aumento a nivel mundial. El relato progresista asocia lo judío con lo siniestro. Olvidando que opinar sobre el conflicto en Gaza es legítimo, pero sin relativizar el terrorismo islámico vigente. Las discrepancias y miradas contrapuestas son bienvenidas al interior de nuestras sociedades democráticas, ya que lo absoluto es propio de dictaduras y fundamentalismos. No pocos occidentales han renegado del pensamiento crítico, sumándose a las modas de defender a ultranza culturas intolerantes y antidemocráticas. El terrorismo no tiene justificaciones.
En la actualidad nos encontramos con tres máscaras del antisemitismo, tres vertientes parafraseando a Carles Grima. Los ataques verbales y armados pasan por: ser judíos, relativizar el Holocausto (Shoá) y condenar al Estado de Israel. Una moda riesgosa tras las caretas mencionadas, ya que “el odio se ha profesionalizado” y “señalar a un judío como culpable” suena bien y es popular, aunque carezca de pruebas y argumentos. El antisemitismo se “disfraza de causa, de empatía, de progresismo”, en palabras de Daniel Lerer. La historia demuestra que primero van por los judíos, después por los demás. Las alertas están encendidas y los discursos de odio son inaceptables en sociedades que dicen resguardar los derechos fundamentales.
En Chile, el odio en contra de la comunidad judía es recurrente. Tras su participación televisiva y expresar sus vivencias, Julián Elfenbein ha recibido descalificaciones y hostigamientos en sus redes sociales “por ser judío”, además de 52 denuncias al Consejo Nacional de Televisión (CNTV), por el “contenido emitido” en la entrevista. Denuncias que nacen desde la intolerancia. La periodista y escritora Patricia Politzer también ha sufrido ataques en sus redes sociales. “Los mensajes de odio que me llegan no se refieren a lo que escribo, eso da lo mismo, me insultan simplemente por ser judía”, dice. Estamos en presencia de una infamia. Esa maldad o vileza que no es sólo una definición del título de estas líneas. Es, al mismo tiempo, la otra cara de la moneda humana. Esa que relativiza el terrorismo y propicia el odio. El mundo libre está en deuda con los 50 secuestrados en Gaza, y con la AMIA.
(*) Profesor de Historia