Etíope
Portada del libro "El viaje no ha terminado".
Ynet
Las celebraciones de la fiesta de Sigd.

La historia de un inmigrante etíope: "Poco a poco aprendimos a no temer a los blancos"

En 1983 los habitantes de la aldea de Talhamado dejaron sus hogares, no sabían qué dificultades les esperaban en su camino a Jerusalem. Extracto del libro autobiográfico de Dani Adino Ababa, uno de los israelíes de origen etíope que vivió ese viaje y cumplió su sueño.

Dani Adino Ababa - Adaptado por Beatriz Oberlander |
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Corría la noche del año 1983 cuando los habitantes de la aldea de Talhamado dejaron sus hogares e iniciaron el viaje a Jerusalem. Desconocían las dificultades que les esperaban en el camino y qué precio tendrían que pagar para cumplir su sueño. Con motivo de la fiesta de Sgad, que celebran esta semana los israelíes de origen etíope, tomamos un capítulo de "El viaje no ha terminado", el libro autobiográfico de uno de ellos, Dani Adino Ababa.
De la tokul (cabaña tradicional etíope) al Centro para Inmigrantes: las primeras semanas en la ciudad de Arad
Llegamos a Arad, una especie de Jerusalem, y el vehículo se detuvo en una gran plaza. La soldado que hacía de instructora y nos acompañaba me extendió la mano. La aferré, salí del vehículo y me encontré frente a lo que, al menos para las proporciones de Arad, sería un rascacielos. Tenía miedo de que el edificio que estaba enfrente de mí me cayera encima. Instintivamente retrocedí. Temblaba de miedo. No entendía cómo una cosa tan grande se sostiene erguida por sí sola y su cabeza puede llegar hasta el cielo.
Los instructores del lugar me dieron una sensación momentánea de seguridad. Algunos de ellos aparecieron de repente entre las columnas que sostenían el edificio. Si ellos no tienen miedo, pensé, este edificio que sería mi hogar no iba a caerse.
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Las celebraciones de la fiesta de Sigd.
(Reuters)
En el quinto piso vive mi madre. Eso es lo que me dijeron los instructores. Subimos, escalón tras escalón. Tengo la sensación de que recuerdo cada escalón. En el edificio no había ascensor, pero no sentí su ausencia porque no tenía idea de la existencia de un aparato como ése. En realidad, hasta entonces tampoco había visto escaleras. Lo que me preocupaba, cuando llegué al quinto piso, era cómo bajaría después. Los primeros días, algunos residentes del Centro para Inmigrantes tenían miedo de bajar las escaleras. No fuera que se derrumbaran.
Llegamos al apartamento en el que vivía mi madre. Abrimos la puerta y los vimos sentados en la sala: mi madre y mis tres hermanos. Estuvimos separados más de un mes: ellos pensaban que yo no había sobrevivido. Caímos unos en brazos de otros, y nos besamos.
Sin embargo, nuestra familia aún no estaba completa.
Mi madre me preguntó por mi padre, que se había quedado en Sudán. Le dije que estaba bien, pero la verdad era que no sabía qué había sido de él. Cuando lo vi por última vez, mi padre me dijo que no se sentía bien. Pero no parecía enfermo. A mí me enviaron a Israel, y él se quedó en Sudán. Sólo dos semanas después llegó a mis oídos el rumor de que estaba muy enfermo. Decidí no contarle nada a mi madre. No quería que se preocupara. Ni que supiera que abandoné a mi padre en ese maldito lugar en el que la muerte golpeaba a la puerta de casi todas las tokul y entraba como un vendaval a casi todas las cabañas y tiendas de campaña.
Nuestro pequeño apartamento en el Centro para Inmigrantes no tenía sofás, sino camas. Me senté en una de ellas. En el centro de la sala había una pequeña mesa y frente a ésta una vieja heladera marca Amkor. Los primeros días no sabíamos que la heladera era para la comida. No teníamos idea para qué servía ni de quién era, por lo que teníamos miedo de tocarla. Además, yo, que me había quedado sin fuerzas, no podría abrirla solo. Una de nuestras vecinas, que había doblado con cuidado la ropa que su familia recibió como donación de buenas personas, la colocó prolijamente en la heladera. Parecía lógico para quienes habían venido de un lugar que estaba tan lejos de la civilización occidental. Después del calor de Sudán, ¿por qué no poner la ropa en un lugar fresco en lugar del armario?
Yo todavía no sabía cómo usar el baño. Y estaba muy preocupado por saber dónde íbamos a orinar y hacer nuestras necesidades. No entendía qué se hacía con el inodoro blanco limpísimo, oculto dentro de un pequeño cubículo. En Etiopía hacíamos nuestras necesidades sobre todo a campo abierto. La naturaleza era parte de nuestra vida, y nosotros éramos parte de la naturaleza. Y ahora, en el quinto piso de un edificio de Arad, se suponía que entráramos a un cuartito con un inodoro y con un pequeño lavabo para hacer nuestras necesidades.
En el tercer piso del Centro para Inmigrantes vivía una mujer con sus tres hijos pequeños. La familia pasó dos años en un campamento en Sudán. Su esposo desapareció camino a Israel, y nadie sabía si estaba vivo o muerto. La recuerdo caminando lentamente por el largo pasillo del Centro para Inmigrantes, ida y vuelta. Había quienes decían que ya en Etiopía le había entrado un dibuk. [En el folclore judío, un dibuk es un espíritu maligno capaz de poseer a otras criaturas, y se cree que es el alma en pena de un muerto.] Corría el rumor de que ella preparaba la masa para la inyera (pan etíope plano) en el baño. No sé si era cierto, pero sí había mujeres que los primeros días en Israel preparaban la masa en el inodoro porque no sabían para qué servía ese objeto de porcelana blanca y brillante.
A nosotros, todas las puertas del Centro para Inmigrantes nos parecían iguales. Los primeros días en Israel, la gente se confundía y entraba a los apartamentos de otras personas. El vecino de enfrente entró una noche por error a otro apartamento, se fue a dormir a una cama que no era la suya, y cuando el jefe de familia volvió a su casa y vio a un hombre extraño durmiendo en su cama enseguida sospechó que su esposa le era infiel. Pero los dos se dieron cuenta enseguida del error, y el incidente embarazoso terminó bien. Otro vecino fue a la cocina a comer, cuando de repente los asombrados residentes del apartamento le preguntaron “¿Qué hace usted aquí?” Sólo entonces se dio cuenta de que no estaba en su apartamento.
El Centro para Inmigrantes era un edificio largo como un tren, similar a otros que había en la misma calle. Los primeros días, personal de la Agencia Judía llevaron a los inmigrantes al centro comercial de la ciudad para mostrarles la ubicación de la sucursal del banco, el correo y otros servicios esenciales. Cuando los inmigrantes fueron allí por primera vez solos, sin acompañantes, a varios de ellos después les costó encontrar el Centro de Inmigrantes.
Todo era nuevo para nosotros aquí: los coches que viajan a toda velocidad, los semáforos para cruzar, las llamadas “cebras”: esas rayas blancas sobre el asfalto negro que se convirtieron en una especie de broma a costa de nosotros. Las soldados maestras con faldas militares trataron de enseñarnos cómo y cuándo se cruza la calle, y por qué es importante obedecer al hombrecito rojo del semáforo. Nos lo explicaban con las pocas palabras que sabían en amhárico, nuestro idioma, y a veces traían a un intérprete para que nos explicara en amhárico cómo hacer todo eso. Nos quedábamos parados durante un buen rato ante el cruce peatonal, hasta que las soldados maestras nos tomaban de la mano, en especial a la gente mayor, por temor a que saltáramos a la calle llena de coches (al menos en comparación con la aldea etíope, donde no se sabía lo que era un auto). Creo recordar que en cierto momento ellas vieron que no había nada que hacer con nosotros, y se dieron por vencidas, y nosotros seguimos cruzando entre los coches, inconscientes del peligro. Es que en Etiopía caminábamos entre burros, caballos y vacas, y no nos pasaba nada malo. ¿Cuál era la diferencia?
El centro comercial de Arad se convirtió en una atracción para nosotros. Nos parábamos allí y mirábamos asombrados a la gente que iba a las cafeterías. No entendíamos por qué se sentaban y bebían café fuera de sus casas. También los adultos miraban a su alrededor, sin creer lo que veían, y hechos un lío. Pienso que a ellos les costaba más que a nosotros, los niños, entender las situaciones nuevas. Es que los niños se adaptan más rápido al nuevo medio.
Hubo historias desgarradoras. Un hombre muy mayor, que inmigró a Israel tres semanas después que yo, un día entró por primera vez a una tienda de ropa del centro comercial, y en el escaparate vio un maniquí de mujer del color de la piel, que estaba vestida de acuerdo con el último grito de la moda. El hombre miró durante un largo rato al maniquí, y trató de hablar en amhárico con la muñeca de exposición. Pero ella no le contestó ni en su idioma ni en ningún otro. Entonces la abrazó con amor y se despidió de ella con un beso. Cuando volvió al Centro para Inmigrantes, les contó entusiasmado a los hombres sentados al sol en los escalones acerca de la mujer blanca que había conocido. “Era tan hermosa…”, dijo.
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Operación Salomón.
( National Photo Collection)
Al día siguiente, el hombre volvió a la tienda de ropa y se encontró nuevamente con su amada anónima. También en esta ocasión la abrazó y la besó y, al igual que las veces anteriores, ella no se movió ni dijo una sola palabra. Sin embargo, pensó el hombre, ella lo había esperado allí toda la noche, sola, y eso significaba mucho.
Un día decidió que lo acompañaran varios hombres para que conocieran a la misteriosa mujer. Uno de los instructores del Centro para Inmigrantes se enteró de ello de antemano. El instructor le pidió que fuera a su oficina, y le explicó con delicadeza que su amada no era una mujer de carne y hueso sino una muñeca: ashanigulit, en amhárico. Pero, entretanto, en el Centro para Inmigrantes ya había corrido la voz sobre el amor prohibido entre el inmigrante y el maniquí del escaparate, y el hombre fue objeto de muchas bromas.
Esta es una de muchas historias divertidas, y al mismo tiempo desgarradoras, que reflejan la enorme brecha cultural que tuvimos que salvar. Es difícil reducir una brecha de mil años en un viaje de una semana o de un mes, e incluso en un año.
En el Centro para Inmigrantes había un largo corredor, cuyo final no se veía. Allí había muchos niños, todos vestidos como yo, con abrigos acolchados (llamados también ‘plumones’). Aún no habían empezado las lluvias, pero hacía mucho frío. En el terreno que había fuera del Centro para Inmigrantes había un contenedor de color verde oscuro y de grandes dimensiones para recolectar la ropa que se donaba a los nuevos inmigrantes. Cada vez que se detenía un coche junto al contenedor, corríamos como locos hacia allí y escogíamos alguna de las prendas que había puesto el ciudadano blanco para los hermanos negros que acababan de aterrizar en Israel. La escena era increíble: niños, mujeres e incluso ancianos hurgando entre las pilas de ropa que había en el contenedor. Los instructores, en especial los que no eran etíopes, nos miraban como si fuéramos animales.
Un día encontré allí una camiseta grande y hermosa de color naranja, que parecía realmente nueva. Caminé orgulloso hacia las escaleras que conducían a nuestros apartamentos cuando de repente apareció, de la nada, uno de los instructores. Me tomó de la mano y me preguntó: “¿Qué has encontrado hoy en la basura?” Le mostré la camiseta naranja. El instructor se rió a carcajadas, y preguntó: “¿Qué? ¿Eres una mujer?” Y yo le respondí en amhárico: “Soy un varón”. El instructor siguió riéndose, y dijo: “Esta es una prenda de mujer”. Y me explicó que en Israel hay ropas distintas para mujeres y para hombres.
Lo cierto es que, durante los primeros días en Israel, nos asombraba ver a hombres y mujeres blancos vestidos en días de semana con ropa nueva y hermosa. Donde yo nací, uno se ponía ropa nueva sólo en Shabat y en días festivos. ¿Por qué se ponían ropa tan linda en un día de semana?, me preguntaba. ¿Por qué no la guardan para Shabat?
Y no sólo la ropa era nueva y hermosa. Un día nos trajeron una pelota de fútbol. En Etiopía solíamos jugar con una pelota hecha de ropa sucia, y hete aquí que nos dan una pelota nueva, de colores blanco y negro, exactamente igual que nuestra nueva vida.
También nos daban juguetes nuevos. Como un Lego. Estábamos fascinados con las piedras de plástico de colores, que jamás habíamos visto. No sabíamos si se suponía que teníamos que armar cosas con ellas. Cuando nos daban una muñeca, la destrozábamos y cada niño se llevaba una pierna o una mano. No teníamos ni idea de cómo se jugaba con esos juguetes nuevos para nosotros, pero eso no nos molestaba. Los recibíamos de todo corazón, y emocionados por el solo hecho de que había gente que nos daba algo.
Los primeros meses en Arad fuimos una atracción turística. Como monos en una jaula del Centro para Inmigrantes. Ya se había informado sobre la operación secreta que nos trajo a Israel (Operación Shelomó), y venía gente en masa de todo el país para ver a los nuevos hermanos negros que acababan de llegar de un viaje largo y agotador. Nos tocaban, nos olían y nos daban regalos. También nosotros estábamos entusiasmados con los nuevos hermanos de piel blanca.
En el Centro para Inmigrantes de Arad había no sólo inmigrantes de Etiopía, sino también estudiantes judíos de Estados Unidos y de otros países de habla inglesa que habían ido a Israel como voluntarios y para descubrir la patria. Ellos no sabían hebreo, y tampoco nosotros. Jugaban con nosotros sin palabras, y poco a poco aprendimos a no tenerles miedo a los blancos. A ellos no les resultaban extraños los negros porque la mayoría venía de Estados Unidos o de Sudáfrica, y estaban encantados de conocer a personas que eran negras y también judías.
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En el avión: Operación Salomón.
(Nathan Alpert, GPO)
Un día, años después, cuando la Organización Sionista Mundial me envió en una misión a Sudáfrica, estaba cenando con una familia judía del lugar y una de las invitadas, la judía sudafricana Glyn Goldberg Wollman, me preguntó cuándo emigré a Israel y en qué Centro para Inmigrantes estuve. “Llegué a Israel en 1984, y estuve en el Centro para Inmigrantes de Arad”, le respondí. “¿Quiénes son tus hermanos?”, preguntó también. Y en cuanto mencioné el nombre de Amnon, sus ojos se iluminaron. “Era el niño al que yo más quería. Tengo una foto de nosotros dos juntos”. Resultó que, como estudiante del extranjero, vivía en el Centro para Inmigrantes de Arad, y pese a que habían pasado muchos años se acordaba muy bien de mi hermano. Al día siguiente me envió por WhatsApp la foto de ella con mi hermano cuando era niño. Y después publicó un artículo sobre el emocionante encuentro en el periódico de la comunidad judía de la Ciudad de Port Elizabeth en donde ella vivía.
Hace 32 años estuve en Israel en el marco de un programa para estudiantes, y viví seis meses en la ciudad de Arad con nuevos inmigrantes de Etiopía. Allí había estudiantes y graduados universitarios de todo el mundo. En el Centro para Inmigrantes de la ciudad conocí a un niño pequeño que se llamaba Amnon, y enseguida me encariñé con él. Amnon debía tener entonces unos siete años. Y aunque no volví a verlo, pienso en él con cariño cada vez que miro su foto de niño y me pregunto dónde estará ahora y adónde lo llevó la vida. La noche que hablé con Dani, un hombre encantador con el que coincidí hace poco en la casa de Toni y Jonathan Birin. Dani, o Adino como se llamaba en Etiopía, fue enviado en misión de Israel a Johannesburgo. Cuando lo vi, me resultó conocido. No sabía qué era; tal vez la mirada o la sonrisa.
Empezamos a hablar, y resultó que él y su familia habían llegado a Arad en 1984 junto con otros cientos de inmigrantes de Etiopía. Eso fue dos años de que yo llegara a esa ciudad. Enseguida me acordé de Amnon (aunque su nombre no me vino a la memoria). Investigué un poco a Dani, y me enteré que tiene un hermano mayor que se llama David, y dos menores, Amnon y… Ni siquiera alcanzó a decir el nombre del hermano pequeño porque en cuanto mencionó a Amnon, dije: ‘¡Es él! ¡Es el niño pequeño en quien yo pensaba!’ En cuanto llegué a casa, le envié a Dani la foto de Amnon cuando era niño, y ésta fue su reacción: ‘¡Oh… Oh… Sí, es Amnon! ¡Oh! Tengo lágrimas en los ojos. Estoy lejos de casa y de mi familia, y de repente, como salida de la nada, un pedazo de historia de nuestras vidas. Me encantará que me envíes más fotos como esta’. ‘No tengo. ¡Pero qué casualidad!’ Ya espero con impaciencia ver a Amnon y a su familia en mi próxima visita a Israel.
Pensar que había viajado a Sudáfrica para encontrarme por casualidad con alguien que había estado al mismo tiempo que yo en el Centro para Inmigrantes de Arad hace más de treinta años. Es la historia del pueblo judío en pocas palabras…
Creo que fue un martes. Sí, recuerdo ese día. Reunieron a todos los niños de mi edad en un espacio abierto junto al famoso contenedor verde. Estábamos allí todos, resfriados y cansados. “El domingo van a empezar a estudiar en una escuela religiosa”, dijo el instructor que hablaba amhárico.
No sabíamos de qué estaba hablando. Nunca había estudiado… Desde que tengo uso de razón, he sido pastor. Apenas sabía contar los animales de la granja de los que yo era responsable. Eso es todo.
El instructor nos aseguró que en la escuela descubriríamos un mundo nuevo. “Estudiarán hebreo, hablarán como yo, serán israelíes”. Y nos llamó por nuestros nombres hebreos. Cuando llegó al nombre Dani, no respondí. Por un instante había olvidado mi nombre nuevo. No me di cuenta de que me hablaba a mí.
Luego vino un hombre blanco con una kipá (solideo), una camisa blanca, barba y lentes. Tenía una caja en la mano. Recuerdo su rostro, pero no su nombre. Me parece que los hombres blancos que iban al Centro para Inmigrantes no siempre nos decían cómo se llamaban. Tal vez suponían que de todos modos no íbamos a recordar esos nombres largos y extraños.
El hombre blanco sacó de la caja un montón de solideos, y comenzó a repartirlos entre todos nosotros. A mí me dio una kipá blanca, de esas que son tejidas. Era realmente bonita. También me dio algo que parecía una prenda muy estrecha, de la que colgaban los extremos de unos hilos. Me pareció muy extraño. Soy muy bueno hurgando en el contenedor, donde siempre encontraba allí ropa de calidad, que parte de mi familia usa hasta el día de hoy. Pero jamás en mi vida había visto una prenda como esa. Noté que también debajo de su camisa colgaban hilos similares.
Era, naturalmente, una tsitsit (Esta prenda constituye una de las maneras de rememorar los mandamientos de Dios).
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“Aprendimos del hombre blanco cómo se reza en Israel”.
(Portavoz de las FDI Michael Weinraub)
Me puse la kipá sobre el pelo afro, y el hombre blanco mostró cómo hay que ponerse esa prenda extraña. “Cuando vayas a tu casa y te desnudes, ponte la tsitsit directamente sobre la piel”, me dijo.
Por cierto, ese día yo tenía puesta una camiseta muy linda de color naranja. Sí, la misma camiseta que el instructor dijo que era para mujeres. Pero en lo que respecta a la forma de vestirse, no había reglas. Cada uno se ponía lo que quería. Es un hecho: en Etiopía las mujeres jamás se ponían pantalones, pero aquí, en Israel, las mujeres se ponen ropa de hombre.
El instructor nos dijo que fuéramos corriendo a casa, que nos pusiéramos la tsitsit y que regresáramos en cinco minutos. Corrí rápido, abrí la puerta de casa, entré al cuarto, me quité toda la ropa que llevaba y me puse la tsitsit directamente sobre el cuerpo desnudo. Enseguida bajé a la zona del estacionamiento, y fui uno de los primeros en llegar.
Los instructores y el personal educativo estaban hablando entre ellos. Vimos asombrados, incluso con admiración, que uno de los hombres negros hablaba en hebreo con los blancos. Cuando todos los niños estaban ya en el estacionamiento, el hombre nos mostró cómo se reza. Levantó las dos manos, cerró los ojos, juntó las piernas y se meció. Yo empecé a mecerme como él, y lo mismo hicieron los demás niños. Fue una experiencia extraña. En Etiopía no rezábamos así. Mi padre siempre rezaba en voz alta y con el cuerpo tembloroso, miraba en dirección a Jerusalem, besaba el suelo con la frente pegada a la tierra. Al final del largo rezo, volvía a besar la tierra y después las manos, esperaba unos momentos en silencio y regresaba a casa. ¿A qué viene esto de columpiarse?
Mientras aprendíamos del hombre blanco cómo rezar en Israel, llegó un nuevo envío de ropa al contenedor verde. Estábamos en el estacionamiento, con un ojo mirando el contenedor y el otro centrado en la nueva manera de mecerse. El instructor etíope pasó entre nosotros para comprobar si nos estábamos meciendo al ritmo correcto, con la parte inferior del cuerpo fija, y la superior columpiándose. Después de una media hora de práctica, nos dijo que estábamos libres. Entonces nos abalanzamos sobre el contenedor lleno de ropa.
Cuando subí a casa, entusiasmado le conté a mi madre cómo se sirve a Dios en Israel. Lo dije así, con estas palabras. Se sirve a Dios. Yo estaba de pie en el centro de nuestra pequeña sala, y le mostré cómo hay que columpiarse. No se adora a Dios como lo adorábamos en Etiopía. Mi madre sonrió, y dijo: “Muy bien, mi dulce Adino. Hemos llegado. Hemos hecho realidad el sueño, y tú estás aprendiendo cómo servir a Dios”. Lo dijo en amhárico, y en su boca sonó como algo perfecto.
*Dani Adino Ababa, El viaje no ha terminado. Editorial Yedioth.
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