Ronén creció en Melbourne, Australia, junto a sus cuatro hermanos. Supo sobre la historia de su abuela durante su adolescencia. “Vivíamos cerca, por lo que solía visitarla bastante”, cuenta. “A veces se abría y me contaba algunas cosas que había vivido”, agrega.
La abuela de Ronén, Eva Slonim (Weiss de soltera) nació en 1931 y era la segunda de cinco hermanos de una familia judía religiosa de Bratislava, la capital de Eslovaquia, que en aquella época era una de las principales ciudades de Checoslovaquia. Su padre tenía un exitoso comercio textil. Eva estudiaba en una escuela judía y disfrutaba una vida feliz en lo que en ese momento era una de las florecientes comunidades judías de Europa.
Sin embargo, cuando Hitler asumió el poder, Bratislava se alineó con la Alemania nazi y los episodios antisemitas eran moneda corriente allí. De hecho, ella vio cómo atacaban a su hermano y a oficiales sacándole un diente a su abuelo cuando ingresaron a su casa. Su padre fue arrestado sin ningún motivo y lo liberaron después de dos semanas a cambio de una importante suma de dinero pagada por su madre.
Toda esta violencia contra la comunidad judía, llevó a la familia Weiss a separarse y esconderse, pero la niñera los delató, por lo que Eva y su hermana menor, Marta, fueron deportadas a Auschwitz.
En el campo de concentración los guardias separaban a los gemelos idénticos de todos los prisioneros. Si bien se salvaban de una muerte inmediata, debido a quera considerados “inútiles” por los nazis, eran utilizados como “ratas de laboratorio” por el doctor Josef Mengele.
Si bien Eva era tres años mayo que su hermana, eran muy parecidas, por lo que fueron separadas como hacían con los gemelos. Bajo el cruel control de Mengele, Eva fue sometida a una serie de exámenes diarios e inyecciones que la dejaban débil y le producían malestares.
El “equipo médico” nazi nunca le explicó lo que le estaban haciendo, pero ella vio a otras prisioneras enfermarse y morir a su lado. En una ocasión llamaron su número y le sacaron cuatro bolsas de sangre, dejando su cuerpo ya debilitado al borde del colapso y todavía más expuesto a las enfermedades.
En el momento de su liberación el 27 de enero de 1945, Eva sufría de tuberculosis, tifus y disentería. Ella, su hermana y una decena de niños fueron fotografiados detrás del alambre de púa. Esta foto se convirtió en una imagen icónica, recreada posteriormente por Yad Vashem al reunir a Eva, a su hermana y a otros de los niños sobrevivientes que habían sido fotografiados en aquella oportunidad.
Mantenerse con vida
Desde que tenía seis años Eva fue miembro de Bnei Akiva, un movimiento juvenil sionista, y ella aseguró que incluso durante sus experiencias más difíciles, lo que la mantuvo viva fue un enorme amor por la tierra de Israel. “Eso me daba enormes esperanzas y aspiraciones para el futuro. Era algo a lo que podía aferrarme”, explica.
Al llegar al campo y ver el espantoso estado de las prisioneras, Eva hizo un pacto con Dios. “Las mujeres paradas contra los alambres de púa se veían completamente demacradas. Parecían animales enjaulados más que seres humanos”, describió en un testimonio. Al ver la desgarradora situación, Eva miró al cielo y exclamó: “Un día tendré una gran familia y trataré de reconstruir todo lo que fue destruido, pero sólo si Tú no me quitas mis sentimientos”.
Después de ser liberadas, las hermanas se reunieron con sus padres y se fueron a Australia. Allí Eva cumplió su parte de la promesa.
La reconstrucción
En 1953, a los 22 años, Eva se casó con Ben Slonim y juntos construyeron una familia basada en los fuertes valores judíos que Eva recordaba de su propia infancia. “Todos los viernes a la noche íbamos a lo de mis abuelos”, cuenta Ronén. “Las comidas de Shabat estaban llenas de cánticos y siempre había un ambiente cálido. El judaísmo ocupaba un lugar central en nuestra familia”.
Antes de escapar y esconderse, el padre de Eva enterró un rollo de la Torá que pertenecía a la familia. Después de la guerra logró rescatarlo y se lo llevó a Melbourne. “En cada simjá de la familia, leíamos de ese rollo de la Torá en la sinagoga. A mi abuela le sigue dando enorme alegría oír a alguno de sus nietos leerlo”, relata Ronén.
“Mientras crecía, mis abuelos influyeron mucho. Era muy difícil escuchar las cosas que mi abuela había vivido”, asegura Ronén y recuerda que a veces se despertaba porque tenía pesadillas. “El hecho de que se haya mantenido conectada con su judaísmo en momentos tan difíciles surtieron un gran efecto en la forma en que yo veía a Israel y la importancia del Estado judío”, agrega.
Para su bar mitzvá, Ronén visitó Israel con su familia. “Fue una experiencia muy especial, sobre todo el hecho de estar allí con mis abuelos. Muchos amigos y parientes estaban presentes y yo leí un rollo de la Torá en el Muro de los Lamentos”, dice.
El sueño de la aliá
Al terminar la escuela, Ronén regresó a Israel, esta vez para continuar sus estudios judaicos en la yeshivá Har Etzión, al sur de Jerusalem, donde su amor por el estudio de la Torá creció junto con su deseo de que un día Israel fuera su hogar.
“Era algo sobre lo que pensaba mucho”, pero lo dejó en suspenso durante algunos años y regresó a Australia para completar su título de economía en la Universidad de Melbourne.
“Siempre pensé que si hacía aliá también serviría en el ejército. Pero ya tenía 24 años”. Al comprender que se le estaba acabando el tiempo si deseaba unirse a una unidad de combate, finalmente decidió hacerlo.
Como le resultaba difícil darle esta noticia a su madre, le escribió una carta. “Esa era la forma más fácil de decírselo”, explica Ronén. Y señala que la decisión era todavía más difícil porque su padre había fallecido cuando él tenía 14 años. “Ella me brindó todo su apoyo. Melbourne es un lugar maravilloso para vivir. Pero yo quería ser parte de lo que veía y sentía en Israel”.
Una de las cosas que más le costaron a Ronén fue decirle a su abuela que se iba de Australia. “Estábamos muy apegados, incluso ahora seguimos charlando una vez a la semana. Ella apoya mucho a Israel y después de todo lo que vivió se siente muy orgullosa de tener un nieto que sirve en el ejército”.
Cuando reveló su plan de ofrecerse como voluntario durante dos años en una unidad de combate donde sería cinco años mayor que sus oficiales, muchos se mostraron escépticos. “Muchos me dijeron: ‘No podrás soportar que alguien de 18 años te diga lo que debes hacer’. Pero nada pudo estar más lejos de la verdad. Realmente me conecté con el resto de los soldados”.
Mirar las estrellas
“Algo que siempre me impresionó de la experiencia de mi abuela, fue lo que su padre le dijo antes de que se separaran para ir a esconderse. Él le dijo: ‘No sé cuánto tiempo pasará hasta que podamos volver a conversar. Cada noche, mira las estrellas y háblales. Cuéntales tus preocupaciones, lo que te pasó ese día, lo que piensas… También yo miraré las estrellas y haré lo mismo. De esa forma nos mantendremos en contacto”, comenta Ronén.
Estas palabras, “mirar las estrellas”, se convirtieron en el título de la autobiografía de Eva Slonim, Gazing at the stars, un relato estremecedor e inspirador sobre su vida antes, durante y después del Holocausto. Estas palabras también dejaron su marca en Ronén.
“Cuando tengo entrenamiento de noche y caminamos por un terreno desolado, a menudo miro las estrellas. A veces pienso en mi abuela y lo que ella describió; a veces pienso en mi padre y en mi familia, y a veces simplemente me pellizco para corroborar que todo esto es real. Para mí, servir en el ejército israelí es como vivir un sueño”.
Entrevista realizada por AishLatino.com