Pasaron 20 años desde la segunda intifada y el violento final del sueño de Oslo. Desde entonces, la calma relativa entre el mar y Jordania fue violada cada un puñado de años, la más reciente dentro de la Línea Verde, y se pueden señalar algunas verdades al respecto.
La primera es que la idea de los dos estados como solución al conflicto israelí-palestino no se puede lograr sin pagar un precio social y político demasiado alto para cualquier gobierno de Israel. La segunda es que el conflicto entre los grupos nacionales sigue vivo, inclusive 100 años después de su inicio, y su final no está a la vista.
La raíz de esta tensión constante es que a los árabes de esta tierra les resulta difícil identificarse con el Estado de Israel, el estado nacional del pueblo judío. La identificación implica darle legitimidad, y no necesariamente amor. Los ciudadanos pueden despreciar a un gobierno y aún así sentirse legítimos.
La preocupación por la identidad cívica del Estado es explosiva. Muchos lo perciben como un intento de erosionar la identidad nacional y religiosa, y reemplazarla por una conciencia liberal y universal. Pero el problema persiste: el nacionalismo judío no encuentra la manera de contener al árabe sin una completa sumisión al espíritu sionista y su simbología. El problema con la Ley de Ciudadanía, por ejemplo, no radica tanto en su contenido sino en lo que no se dice: ¿Cuál es el lugar de los ciudadanos árabes en el país?
El esfuerzo por poner fin al conflicto con los palestinos se percibe generalmente como un problema externo y el trato a los árabes israelíes como un tema interno. Predomina el pensamiento de que los palestinos deben estar separados, y al mismo tiempo los ciudadanos árabes deben asimilarse al país. Es un error: la búsqueda de una solución al conflicto debe incluir mecanismos de identificación y legitimidad para todos los residentes del país. Para eso es necesario abandonar el paradigma de la separación y avanzar hacia una solución federal.
El federalismo puede adoptar muchas formas distintas. Hay sistemas federales con un gobierno central fuerte como en Estados Unidos o Alemania, o confederaciones de estados independientes y una organización general flexible como la Unión Europea. Pero en el núcleo de la solución federal existe un principio de combinar el autogobierno con el cogobierno.
El esfuerzo por poner fin al conflicto con los palestinos se percibe generalmente como un problema externo y el trato a los árabes israelíes como un tema interno.
El federalismo posibilita la creación de expresiones políticas y culturales, que operan de manera independiente en muchas áreas. En un sistema de este tipo se celebran elecciones en cada unidad (distrito, estado, provincia) y esos gobiernos locales gobiernan en áreas como la educación, la cultura, la economía y la simbología. Al mismo tiempo, por encima de ello puede haber un sistema que se ocupe de cuestiones fundamentales como la seguridad, las relaciones exteriores y la asignación de recursos. La creación de estados o provincias que sirvan como fuente de identificación y legitimidad permitirán que, con el tiempo, también se desarrolle una fuente de identidad nacional compartida.
La idea de una solución federal para Israel no es nueva. En 1991 un estudio determinó que el 31% de los israelíes apoyan la búsqueda de soluciones federales. Estos planes quedaron archivados cuando parecía que se avanzaba en la solución de dos estados, pero luego de que esto fracasó es momento de volver a una opción federal que se acerca más a la realidad.
La creación de una estructura federal es un proceso largo y complejo, lleno de detalles a considerar, y que sin dudas se enfrentará con muchos escollos. La gran ventaja es que, a diferencia de una separación rígida como la solución de dos estados, los límites de un sistema federal serán relativamente suaves. Tal vez sea necesario restringir la migración entre diferentes partes, pero no existe la necesidad de evacuar ciudadanos de sus hogares y todos podrán disfrutar de una total libertad de movimiento.
Un sistema federal israelí nos liberará de la necesidad obsesiva de crear espacios demográficos étnicamente “puros” y permitirá fronteras más fluidas. Pero tiene un precio: obligará a todos a dar un paso hacia atrás a la idea de soberanía absoluta del Estado-nación del modelo europeo.
Por último, el federalismo implica un reconocimiento real que ya no se puede ignorar: que los dos pueblos que viven aquí deben encontrar la manera de hacerlo juntos.